El invierno había sido duro, la nieve no nos dejó ni un sólo día de paz y en todas las casas, nos movíamos a base de palas para poder salir por las mañanas. Mi vecino y yo, nos veíamos todos los días, pala en mano, botas de goma y si nos ayudábamos a caminar, mejor. Él era un hombre de unos cuarenta años, llevaba viviendo en esa casa hacía ya casi diez, los mismos que yo había heredado la de mis padres. Éramos buenos amigos y compartíamos muchos momentos de nuestra propia soledad. Aquella mañana en que parecía que iba a ser igual que cualquier otra, las cosas cambiaron cuando se desencadenó una fuerte tormenta y todos lo que estábamos en la calle, corrimos a nuestras casas a guarecernos. Richard y yo, asustados, también caminamos con rapidez, nuestra zona no quedaba lejos y al poco estábamos en ella.
Al día siguiente, todo había pasado, un rayo de sol, salió a primera hora y llenó de calor la ciudad, los habitantes, nos sentimos felices, cambiamos nuestras caras de pesar por otras de alegría y bienestar.
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